“Y se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal…” – Marcos 4:37-38
Hay momentos en la vida en los que todo se oscurece. El alma se llena de ruido, las certezas se tambalean y uno empieza a preguntarse si realmente Dios sigue al timón. Hay viento, hay olas, hay temor… y parece que el cielo está en silencio.
Eso fue lo que sintieron los discípulos cuando obedecieron a Jesús y se subieron a la barca. No fueron rebeldes, no hicieron nada mal. Siguieron al Maestro. Él les dijo: “Pasemos al otro lado”, y ellos fueron. Pero en medio del trayecto, una tormenta se desató. No por desobediencia, sino por propósito divino. Qué difícil aceptar esto: que la fidelidad no siempre trae calma inmediata, sino que a veces nos lleva directamente al ojo del huracán.
Y mientras ellos luchaban por su vida, Jesús dormía. En la popa, con la cabeza sobre un cojín. No porque fuera indiferente, sino porque su descanso era una declaración: Él confiaba plenamente en el plan del Padre. Pero los discípulos no lo veían así. Para ellos, su sueño era abandono. Y entonces clamaron —o más bien gritaron—: “¡Maestro! ¿No te importa que perezcamos?”
¿No es esa también nuestra oración cuando todo se desmorona? ¿No gritamos lo mismo en palabras distintas? “Señor, ¿no ves lo que está pasando en mi familia? ¿No ves mi enfermedad, mi ansiedad, mi soledad?” El miedo nos hace pensar que Dios no se interesa. Que su silencio es prueba de ausencia. Pero el silencio de Dios nunca es ausencia. A veces, es espacio para que madure la fe.
“La verdadera paz no es la que viene cuando todo está en orden, sino la que brota cuando sabes que Jesús está en tu barca.”
Jesús se levanta. No los regaña por despertarlo. No ignora su angustia. Lo primero que hace es enfrentar la tormenta de afuera. Dice: “¡Calla! ¡Enmudece!”. Y el viento cesa. El mar se tranquiliza. En segundos, el mundo exterior cambia. Pero luego Jesús se vuelve hacia ellos, y toca la tormenta de adentro.
“¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”
Esta pregunta no es un reproche frío. Es una invitación profunda. Jesús no está simplemente señalando su falta de confianza; está llevándolos a ver algo más grande: quién es Él realmente. Porque el verdadero milagro de esa noche no fue la calma sobre el agua, sino la revelación sobre la identidad del Maestro.
“¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”
Ellos sabían que Jesús era maestro, profeta, sanador. Pero ahora ven algo que nunca habían visto: el Hijo de Dios, soberano sobre la creación misma. La tormenta fue el escenario escogido por el cielo para revelar la autoridad divina de Cristo. La adversidad fue el telón que permitió ver su gloria.
Y entonces el miedo cambia. Ya no es miedo a morir. Es asombro santo. Temor reverente. El tipo de temor que transforma. Ese es el objetivo último de todas nuestras tormentas: llevarnos al asombro, al reconocimiento, a una fe más profunda que no depende del clima exterior, sino de la certeza interior de quién es nuestro Dios.
Esta historia nos recuerda que Dios puede estar plenamente presente en nuestra barca y aún así permitir que se levante el viento. No porque quiera destruirnos, sino porque quiere transformarnos. Él sabe que hay tipos de fe que solo se desarrollan cuando parece que todo se está hundiendo. Así que no temas si estás en medio de una tormenta. No creas que el silencio de Dios es desinterés. No pienses que tu barca se hunde porque hiciste algo mal. A veces, lo más espiritual que puedes hacer es clamar con miedo, pero clamar. Lo importante no es que tu oración sea perfecta, sino que esté dirigida a Aquel que tiene poder para hablarle al mar.
La verdadera paz no es la que viene cuando todo está en orden. Es la que brota cuando sabes que Jesús está en tu barca, aunque todo alrededor tiemble. Su presencia no siempre evitará que vengan las tormentas, pero sí garantizará que no nos ahogaremos en ellas.
Y si Él se levanta, aunque sea con una sola palabra, puede calmarlo todo. El viento. El agua. Y también tu corazón.