“¿Qué tienes en tu mano?” – Éxodo 4:2

Cuando Dios llama a Moisés en el desierto, no lo hace en el clímax de su fuerza, ni en medio del esplendor de Egipto. Tampoco lo encuentra en la cumbre de la victoria espiritual. Lo llama cuando ya han pasado cuarenta años desde que huyó. Moisés ya no es joven, ya no tiene influencia ni posición, y parece que tampoco tiene futuro. Lo que tiene, simplemente, es una rutina diaria, un rebaño que no es suyo, y un bastón que le sirve para caminar y guiar ovejas.

Y sin embargo, es en ese escenario —silencioso, repetitivo, olvidado por el mundo— donde Dios enciende una zarza que arde sin consumirse. No es espectáculo, es señal. No busca asombrar, busca convocar. Cuando Moisés se acerca, la primera pregunta que escucha es una que parece simple, casi trivial: “¿Qué tienes en tu mano?”. La respuesta es obvia: un bastón. Lo ha tenido por años, lo usa cada día, no es nada especial. Pero esa pregunta no es por información, es por revelación. Porque lo que Moisés ve como algo ordinario, Dios lo ve como el inicio de un propósito extraordinario.

Dios no parte desde lo que nos falta, sino desde lo que ya llevamos —aunque no lo entendamos, aunque no lo valoremos. El propósito, en la economía del Reino, no se basa en recursos grandiosos, sino en la disposición de lo pequeño cuando está en las manos correctas.

El bastón de Moisés, ese trozo de madera que parecía destinado solo a sostener su caminar o controlar ovejas, sería pronto la vara que tocaría el Nilo, abriría el mar, sacaría agua de la roca y demostraría la autoridad de Dios ante faraones y naciones. Pero antes de convertirse en todo eso, debía ser reconocido por Moisés como algo más que una extensión de su rutina; debía pasar por las manos de Dios.

Y sin embargo, Moisés titubea. No porque no oyera, sino porque no creía que él fuera digno de ser llamado. Su pasado aún pesaba. Su torpeza al hablar, sus errores, su sentido de fracaso, todo lo levantaba como argumento para no responder. Él pregunta: “¿Quién soy yo para ir?”, como si el llamado dependiera de su currículo personal, de su habilidad para convencer, de su capacidad para liderar.

Pero Dios no responde con una lista de virtudes, ni con una reafirmación emocional. Le responde con Su nombre: “Yo estaré contigo”. Porque el propósito no nace en nuestra autoestima, sino en la presencia que nos acompaña. No se construye desde nuestra fortaleza, sino desde la promesa de un Dios que camina junto a nosotros incluso en medio del temor.

“El propósito no se mide por lo que puedes hacer, sino por con quién caminas mientras lo haces.”

Esta frase marca el centro de la historia y también el corazón de nuestra fe. No somos llamados porque seamos perfectos, sino porque estamos disponibles. No somos enviados porque tengamos todo resuelto, sino porque Dios elige escribir historias eternas a través de instrumentos frágiles. Moisés no necesitaba ser elocuente, ni influyente, ni joven, ni impecable. Necesitaba creer que lo que estaba en su mano podía ser suficiente cuando estaba bajo el gobierno del cielo.

Quizás tú hoy estás en tu propio desierto. Sientes que los años han pasado sin mucha dirección. Que tu pasado pesa más que tu esperanza. Que tu historia ha tomado caminos torcidos y que ya es tarde para hablar de destino. Pero Dios no ha dejado de arder en el camino. Aún hay zarzas encendidas esperando tu atención. Aún hay voces celestiales llamándote por tu nombre. Aún hay preguntas divinas que no buscan respuestas informativas, sino encuentros transformadores.

Mira tu vida. Mira tus manos. ¿Qué tienes allí? Quizás no lo consideres suficiente. Quizás lo veas común. Pero Dios ha estado observando lo que cargas, lo que sabes hacer, lo que llevas contigo desde hace años, y lo ve de otra forma. Él sabe cómo convertir lo habitual en herramienta de redención. Él ve en tu historia polvo, sí, pero también posibilidad. Y su voz sigue preguntando, con la ternura de quien ya conoce el final: “¿Qué tienes en tu mano?”

Responder a esa pregunta no es simplemente entregar lo que llevas, sino reconocer que lo ordinario, cuando es rendido, se vuelve eterno.
La zarza aún arde. El desierto aún es santo. Y el llamado aún está vigente.